sábado, 12 de diciembre de 2015

Tenía que irme






        Estaba sentada en un banco. Mi mirada recorría el paisaje cual visitante mira un cuadro en el Museo del Prado. El lago estaba rodeado de gente y unos patos se acercaron a un niño que tiraba gusanitos sin parar. Su madre, sonriente, miraba a su hijo con gran expresividad en los ojos. Sí, lo veía desde ahí, desde el banco. Pero pronto ellos dos se fueron y los demás también. 


El paseo del lago se quedó sin visitantes. Solamente estaba yo observando. El lago estaba inerte; solo algunos patos nadaban por él. En el centro una isla compuesta por ramajes adornaba el paraje en la estación invernal. Las luces del paseo empezaban a encenderse. Primero, eran unas luces tenues pero después se fueron intensificando en contraste con la oscuridad que anunciaba la noche.


Un señor mayor caminaba despacio, probablemente porque no tenía prisa o porque su bastón, en el que se apoyaba, escondía una lesión causada por su longevidad. Una chica joven paseaba con unos auriculares en las orejas. No sonreía. Su cara era seria. Probablemente escuchaba alguna canción de Alejandro Sanz o John Legend.


Pronto miré el reloj, vi la hora: tenía que irme. Y allí dejé al lago, durmiendo bajo el manto de estrellas.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Detrás de la estufa






               El marqués se levantó de la cama como un día cualquiera y, saludando a su esposa, procedió a desayunar. El ama de llaves era también la encargada de servir el desayuno, muy variado y lleno de nutrientes. Además, iban a necesitar fuerzas para que el comprador que estaba interesado en el castillo llegase a un buen acuerdo económico.


        Tras unas horas llegó el primer comprador. El ama de llaves lo acompañó hasta su cuarto, la habitación de invitados, y salió de la estancia. Pero, al día siguiente, tras una explicación algo fantasiosa y haber dormido en el cuarto del marqués, marchó rápidamente con los caballos. Esto sucedió con varios de los compradores. Pero llegó un día en el que el marqués, cansado de que todos los intentos de compra le resultaran fallidos, se dispuso a dormir en la habitación de invitados.


        Esa  noche se hizo larga, pero a media noche sintió un gran escalofrío que le recorría la espalda. Oyó ruidos de muletas, la paja crujir, el suave olor de la estufa… Entonces, su mente le hizo recordar un acontecimiento que había olvidado. Aquella noche de diciembre, cuando se encontró a la pordiosera durmiendo en sus estancias… Evidentemente, el ama de llaves que en ese momento estaba trabajando acabó despedida. Pero, el hecho es que aunque estaba olvidado, esa noche volvió a su cabeza. Una mujer, una pordiosera se había colado en su castillo a dormir gracias a la ayuda de Gertrudis, el ama de llaves. Cuando el marqués la echó de la sala, la mujer se levantó de la paja, cayó con sus muletas al suelo y yació detrás de la estufa.


        Tras pasar una noche asustado por los ruidos que en la estancia se producían decidió que su mujer, la marquesa, le acompañase en esa empresa. Ella también conmocionada por lo ocurrido decidió llevar a su perro, Rulfo, a la noche siguiente (ya se sabe que los perros tienen algo así como un sexto sentido).


Entonces, cuando llegó la medianoche, la paja empezó a sonar cerca de ellos. Y tras los primeros ruidos de las muletas de la pordiosera contra el suelo el perro armó un gran revuelo. Se oía paso a paso la trayectoria de la anciana. La estufa sería el lugar de su muerte; allí recogida y con calor. El perro no paraba de ladrar. Parecía que el fantasma de la anciana día tras día repetía el mismo itinerario.


La marquesa huyó a la ciudad con los caballos y, cuando mandó ir a buscar a su marido, él ya se había consumido por el fuego que él mismo había provocado junto a la estufa.


*Texto inspirado en La pordiosera de Locarno.

jueves, 12 de noviembre de 2015

La decisión de Henriette






            Si quieres leer la primera parte pulsa en: El último café.


        Sus ojos estaban como cerrados a la fuerza; puede que por los sanitarios que vinieron a certificar la escena del asesinato. Henriette parecía helada. Llevaba en la muñeca la pulsera que yo mismo le regalé. ¿Por qué Heinrich haría una cosa así después de enviarme una carta para que viniéramos mi primo y yo? ¿Por qué le iba a quitar la vida? Teníamos una vida feliz, estábamos a punto de ir a por nuestro primogénito… Él lo sabía. No entendía cómo…


        Seguía penitente, ojiplático ojeando la escena del crimen. Heinrich había sido amigo de nuestra familia siempre; incluso nuestros padres habían sido amigos. Entonces, ¿por qué la mató?


        Pero, de repente, mi mirada se fijó en la mesa de picnic, a la orilla del lago de Postdam. Era casi de noche pero se podía distinguir a la perfección una forma muy conocida. Me fui acercando poco a poco, sin perder la calma... Intentaba no parecer ansioso ante la mirada del señor y la señora Stimming, dueños de la posada en la que se hospedaban mi esposa y mi mejor amigo. En la mesa había una pistola. No entendía nada. Mi mente no dejaba de dar vueltas.


        “¿Perdona? ¿Qué es esto? No lo entiendo. No. No. ¿Por qué hay otra pistola? ¿No habrá pensado...? No. No. Imposible. Ella no haría… No. No. No podía pensar en hacer algo así”.


        Pero, por arte de magia o de desgracia, caí en la cuenta de la carta que me había llegado a Berlín a la hora de comer, la de la invitación de Heinrich. Volví a leerla con detenimiento y vi lo que aquella declaración de intenciones quería explicarme: la solución, las respuestas a mis preguntas estaban a unos metros de mí, en la habitación en la que se alojaba mi amigo, en la que escribió esa carta.


        Pasando a la velocidad de la luz por los pasillos de la posada llegué, por fin, a la habitación. En el escritorio seguían el papel y la pluma intactos: nadie se había molestado en aquellos míseros y desinteresados objetos. Me acerqué rápidamente al escritorio, me senté en la silla y comencé a leer. Era una tragedia. La leí  detenidamente. Las lágrimas se apoderaban de mis ojos y pronto también de mis mejillas. Ahora lo entendía todo. Henriette, por alguna razón, me había ocultado su enfermedad… a mí… a su esposo… Ella quería morir junto a un confidente pero no me eligió a mí… ¿Por qué? ¿En serio me quería tanto como para no contar conmigo en su propia muerte? ¿Me quería…?


       *Este texto se basa en un fragmento de: Marcel Brion, La alemania romántica I, (Heinrich von Kleist, Ludwig Tieck), Barcelona, Barral, 1971.

sábado, 7 de noviembre de 2015

El último café





  
       Ese día Henriette estaba preciosa, más que nunca. Parecía que se había arreglado con esmero para esos días que íbamos a pasar en aquella posada, en aquellos pinares que rodeaban Postdam. No quedaban ni dos minutos para llegar. Le cogí la mano. Me sonrió y me apretó cariñosamente la mano con la que yo le había reconfortado. Notaba que estaba nerviosa, pero yo estaba aún más nervioso. Iba a notar que me sudaban las manos como continuase así. No podía notar que dudaba de lo que íbamos a hacer en ningún momento, si no ella también se arrepentiría. Ya era hora de que fuésemos realmente felices, sin todo el materialismo que nos rodeaba. Por fin llegamos, nos bajamos del coche y procedimos a entrar en la posada. Era bastante sencilla pero acogedora. Era el lugar perfecto para lo que habíamos planeado. Acompañé a Henriette a su habitación y después entré en la mía. Pedí un escritorio y unas velas y con mi acompañante fui a dar una vuelta. Ya sabía donde tendría lugar la aventura que viviríamos en breve. 


        Volvimos a la posada. Me metí en el cuarto y allí estaban las velas y el escritorio que había pedido antes de salir. Necesitaba pensar en todo. Necesitaba fuerzas para lo que el día siguiente nos tenía preparado. Pedí café. Eran las cuatro de la mañana. No tenía sueño. Los pensamientos se adueñaban de mí.


        “¿Por qué tengo que vivir en un mundo tan materialista? ¿Por qué? No lo entiendo. ¿Ahora dudo sobre mi decisión? No. No. Nunca. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Pero, ¿qué me pasa ahora?”.


        De repente, sonó la puerta y me levanté a abrir. El café estaba buenísimo y aquel escritorio inspiraba a escribir. Puede que de ahí, en menos de lo que canta un gallo, saliese una obra dramática. Al rato miré el reloj, eran las siete. Pedí otro café. El tiempo se me pasaba volando y nunca había estado tan inspirado. Puede que sea porque esta era la última vez que iba a escribir. Aproveché que tenía papel y pluma para escribir a unos amigos. Terminé de escribir y le di la carta al posadero; él ya sabía lo que tenía que hacer con ella.


        Fui a buscar a Henriette. Estaba guapísima, radiante, mucho más que el día anterior. Tenía la idea de ir a dar una vuelta esa misma tarde y se lo conté a mi querida Henriette. Ella creyó que era lo correcto; entonces, cuando nos ofrecieron la comida pedimos algo ligero, así nuestros invitados de por la noche podrían disfrutar de un buen manjar. Pedí amablemente a la señora Stimming que nos llevara a las tres de la tarde un café para cada uno. El café de allí estaba bastante bueno y no podría resistirme a tomar otro más antes de que terminara todo. 


Esa mujer y yo estuvimos dando vueltas por el paisaje. Hacía frío. Cogí la mano de ella: estaba helada. Pero, para nuestro agrado, allí estaban los cafés cuando llegamos a la orilla del lago. Ese delicioso café sabía que iba a ser el último. Mi acompañante pidió a la señora Riebisch que limpiara la taza y se la volviese a traer.


“Esa es nuestra señal. Lo sé. Pero mi pulso tiembla. ¿Por qué? No puedo fallar ahora. ¿Qué piensa Henriette? ¿De verdad querrá hacerlo? Debe ser así. Lo hemos planeado juntos. Pero es tan hermosa… Aunque más hermosa va a ser cuando nos encontremos al otro lado…”.


Mis pensamientos se vieron truncados cuando Henriette puso las pistolas sobre la mesa. Su cara me entristecía. Por un momento sentí que ella no podía disparar así que cogí una de las pistolas.


“Heinrich no debes tener miedo. Aprieta el gatillo. No será nada. Solo son dos disparos. Pero esa cara tan hermosa… Lo siento mucho… Es lo que hablamos…”.


Y el sonido del tiro sonó en mi cabeza. No podía soportar más su ausencia. Necesitaba estar con ella. Le eché valor y apreté el gatillo.


        Si quieres leer la continuación pulsa en: La decisión de Henriette.
 



      *Este texto se basa en un fragmento de: Marcel Brion, La alemania romántica I, (Heinrich von Kleist, Ludwig Tieck), Barcelona, Barral, 1971.