Una decisión. Solo puedes elegir una de las dos opciones.
Miras tu mano y ahí están, expuestas. A primera vista parecen iguales e incluso
piensas el porqué no puedes elegir las dos. Pero ahí sigues, pensando cual de
las dos escoger.
No puedes echar un vistazo a ninguna de las dos para estar
más seguro de cual elegir. Tienes que arriesgarte. ¡Pero si son iguales!
Intentas echarlo a suertes, ya que tu cabeza no te deja
escoger ninguna de las dos. Es tan difícil… Lo echas al “pito, pito, gorgorito”
pero cuando vas a escoger una de las dos te paras, como si un hilo finísimo te
lo estuviera impidiendo y piensas: ¿y si no es la correcta? La vida es así… Y
suspiras. La vida está llena de decisiones que hay que tomar y no puedes
impedirlo.
Con las palmas de tu mano haces una especie de balanza para
intentar acertar cual pesa más de las dos. Pero… ¡mierda! Las dos pesan por
igual. Muchas de las decisiones de tu vida van a parecer y pesar lo mismo en
ti, pero siempre hay que escoger una… Es triste pero es así. Pensarás: ¿Y si
luego me arrepiento?
Ese es el riesgo que hay que correr. Por fin parece que te
decides por una, tragas saliva. Sabes que si elijes una jamás podrás probar la
otra (o al menos de momento). Y sin saber la razón, de repente, tu cabeza
piensa lo que se puede perder con la otra opción, y vuelves a dudar.
¡Joder! ¿Por qué será tan difícil? ¡Es realmente una bobada!
Entonces, por un arrebato acabas eligiendo la contraria a la
que tu instinto había escogido… Solo te queda rezar porque no sea de vómito,
sino de tutti fruti.