Si quieres leer la primera parte pulsa en: El último café.
Sus ojos estaban como cerrados a la fuerza; puede que por los sanitarios que vinieron a certificar la escena del asesinato. Henriette parecía helada. Llevaba en la muñeca la pulsera que yo mismo le regalé. ¿Por qué Heinrich haría una cosa así después de enviarme una carta para que viniéramos mi primo y yo? ¿Por qué le iba a quitar la vida? Teníamos una vida feliz, estábamos a punto de ir a por nuestro primogénito… Él lo sabía. No entendía cómo…
Seguía penitente, ojiplático ojeando la escena del crimen.
Heinrich había sido amigo de nuestra familia siempre; incluso nuestros padres
habían sido amigos. Entonces, ¿por qué la mató?
Pero, de repente, mi mirada se fijó en la mesa de picnic, a
la orilla del lago de Postdam. Era casi de noche pero se podía distinguir a la
perfección una forma muy conocida. Me fui acercando poco a poco, sin perder la
calma... Intentaba no parecer ansioso ante la mirada del señor y la señora
Stimming, dueños de la posada en la que se hospedaban mi esposa y mi mejor
amigo. En la mesa había una pistola. No entendía nada. Mi mente no dejaba de
dar vueltas.
“¿Perdona? ¿Qué es esto? No lo entiendo. No. No. ¿Por qué hay
otra pistola? ¿No habrá pensado...? No. No. Imposible. Ella no haría… No. No.
No podía pensar en hacer algo así”.
Pero, por arte de magia o de desgracia, caí en la cuenta de
la carta que me había llegado a Berlín a la hora de comer, la de la invitación
de Heinrich. Volví a leerla con detenimiento y vi lo que aquella declaración de
intenciones quería explicarme: la solución, las respuestas a mis preguntas
estaban a unos metros de mí, en la habitación en la que se alojaba mi amigo, en
la que escribió esa carta.
Pasando a la velocidad de la luz por los pasillos de la
posada llegué, por fin, a la habitación. En el escritorio seguían el papel y la
pluma intactos: nadie se había molestado en aquellos míseros y desinteresados objetos.
Me acerqué rápidamente al escritorio, me senté en la silla y comencé a leer.
Era una tragedia. La leí detenidamente.
Las lágrimas se apoderaban de mis ojos y pronto también de mis mejillas. Ahora
lo entendía todo. Henriette, por alguna razón, me había ocultado su enfermedad…
a mí… a su esposo… Ella quería morir junto a un confidente pero no me eligió a
mí… ¿Por qué? ¿En serio me quería tanto como para no contar conmigo en su
propia muerte? ¿Me quería…?
*Este texto se basa en un fragmento de: Marcel Brion, La alemania romántica I, (Heinrich von Kleist, Ludwig Tieck), Barcelona, Barral, 1971.
*Este texto se basa en un fragmento de: Marcel Brion, La alemania romántica I, (Heinrich von Kleist, Ludwig Tieck), Barcelona, Barral, 1971.